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El faraón perdido

Autor: Fermín Beguerisse Hormaechea


Momia de Tutmosis II


El desierto del Alto Egipto aún cubre secretos que ni el viento se atreve a pronunciar. Allí, frente a la actual Luxor, yace el Valle de los Reyes, un enclave majestuoso en la orilla occidental del río Nilo y cuyas entrañas resguardan la historia de los faraones del Imperio Nuevo, un periodo de apogeo que catapultó a Egipto a su mayor expansión territorial. Hoy, una nueva grieta en la piedra ha comenzado a hablar: la tumba olvidada de Tutmosis II, el rey eclipsado. Un faraón cuya silueta se desdibujaba entre monumentos usurpados y silencios cuidadosamente preservados durante siglos.



El Imperio Nuevo, comprendido entre los siglos XVI y XI a. C., representó el punto más alto del poder egipcio. Durante esta era, los faraones no sólo dominaron su tierra natal, sino que extendieron sus dominios hacia Nubia y el Levante, empujando los límites de su imperio más allá del horizonte conocido. La Dinastía XVIII, la primera del Imperio Nuevo, fue testigo de este ascenso sin parangón. Y entre los testigos encontramos a faraones como Tutmosis I, Hatshepsut, Tutmosis III y el raramente recordado Tutmosis II.



La figura de Tutmosis II ha permanecido durante siglos en un plano secundario. Su reinado, breve y poco documentado, ha sido tradicionalmente opacado por la sombra monumental de su esposa y media hermana, Hatshepsut, la primera gobernante conocida de la historia y faraón de Egipto. Los registros monumentales de su época no hicieron más que reforzar la narrativa de la reina, borrando —quizá intencionalmente— las huellas de quien compartió el trono con ella. Y sin embargo, el joven faraón existió. Subió al trono en su adolescencia y aunque las campañas militares durante su mandato fueron lideradas por sus generales, hay evidencia de que su gobierno no fue enteramente decorativo. Su unión con Hatshepsut no fue fruto del azar, sino una estrategia dinástica para reforzar la legitimidad de su corona. Aun así, los vestigios de su legado parecían condenados al polvo, hasta ahora.


Entrada a la tumba del rey Tutmosis II, que gobernó hace 3.500 años.



En octubre de 2022, a 2.4 kilómetros al oeste del Valle de los Reyes, en Wadi Gabbanat el-Qurud, un hallazgo inicial desconcertó a los arqueólogos. La tumba C4 parecía pertenecer a una reina de la época tutmósida, dada su cercanía a las sepulturas de las esposas de Tutmosis III y de la misma Hatshepsut. Pero fue durante la campaña de excavaciones más reciente (año 2025), llevada a cabo por la New Kingdom Research Foundation junto al Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto, cuando surgieron pruebas inequívocas. Vasijas de alabastro, fragmentos policromados y textos funerarios revelaron un nombre inesperado: Tutmosis II. Las inscripciones lo nombran con claridad, refiriéndose a él como el “rey fallecido”, y también mencionan a su esposa principal, Hatshepsut, quien seguro supervisó los ritos funerarios de su esposo.



Este hallazgo no solo resucita el nombre de un faraón olvidado, sino que reformula preguntas históricas sobre el poder, el legado y el silencio. ¿Fue realmente un monarca débil o una figura deliberadamente silenciada por la propaganda? Curiosamente, el cuerpo de Tutmosis II no es un misterio. Su momia fue descubierta en 1881, en el escondrijo de Deir el-Bahari, junto a otras momias reales trasladadas allí entre el 1070 y el 650 a. C. En aquel tiempo convulso, los sacerdotes de Amón actuaron como guardianes del pasado, escondiendo los cuerpos reales en tumbas secundarias, para preservar su integridad frente a la amenaza de ambiciosos ladrones. El de Tutmosis II fue uno de ellos, y hoy su momia se exhibe en el Museo Nacional de la Civilización Egipcia, en El Cairo.



La historia, como el desierto, no borra. Solo entierra. Y a veces, deja señales apenas perceptibles esperando a que el arqueólogo paciente y el lector curioso desentierren sus misterios. ¿Qué otras voces olvidadas esperan ser escuchadas por primera vez?



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Fuentes:
 
 
 

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