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Especial robos de arte: Un caso digno de James Bond

Autor: Guillermo Beguerisse Hormaechea


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Bienvenido al primer artículo de este especial dedicado a los robos de arte más estrafalarios, curiosos y desconocidos de la Historia. Hoy comenzaremos uno que entre misterios y risas fue un caso digno del agente 007.


Retrato del Duque de Wellington – Goya



En 1812, durante la Guerra de la Independencia Española, el duque de Wellington entró en Madrid y posó para un retrato de Francisco de Goya. Es un retrato de la gala correspondiente, con todo e insignias militares, aunque su carácter y el cansancio de la guerra quedó capturado —muy a pesar del duque—. En 1961, Sotheby’s vendió la pintura a un coleccionista estadounidense. El alboroto no se hizo esperar. De ninguna manera saldría del Reino Unido el retrato tan íntimo de un ícono del pasado victorioso de la nación. Se hicieron las debidas recaudaciones y en conjunto con La Tesorería de su Majestad se financió la recompra por el equivalente de dos millones de libras esterlinas actuales. El militar más grande de Gran Bretaña estaba de nuevo a salvo y nadie más volvería a apropiarse de él. Primer error. Wellington se exhibió en la National Gallery con la pompa correspondiente. Diecinueve días después desapareció.



Sin ninguna pista para recuperar el cuadro, era la primera pintura que le robaban a la National Gallery y lo habían hecho justo bajo las narices del personal. Sin daños ni rastros de ningún equipo o arma en la escena del crimen, para todos era evidente que el atraco había sido obra de un profesional. Un habilidoso criminal de mano rápida y pies ligeros que haría sonrojar a Arsène Lupin o al mismísimo Moriarty. Se ofreció una recompensa de 5,000 libras esterlinas por el cuadro y la Interpol se involucró para capturar al delincuente experto, que seguramente había escapado al continente para colocar a Wellington en una de las paredes de su villa mediterránea entre más arte agenciado gracias a su astucia. Pasó el tiempo y simplemente no había rastro de la obra. El mito entorno al cuadro sólo creció. En la primera película de James Bond, el agente 007 pasea por la guarida supersecreta del malvado Dr. No cuando se detiene para admirar una pintura en un caballete dorado para remarcar que es el retrato robado. La expectativa de un ladrón sofisticado había crecido tanto que ya se le catalogaba como proveedor de elementos decorativos para SPECTRE. De ese tamaño era la búsqueda de la Interpol. Segundo error.




Como en todo caso de este estilo, a la policía y periódicos les llegaron cientos de pistas falsas, confesiones simuladas y fotografías señalando a algún vecino molesto como el criminal para cobrar la recompensa —dos pájaros de un tiro, habrán pensado algunos—. Lo que casi no sucede, es que, entre tantas cartas, estaban las reales. Esas notas anónimas, naturalmente, prometían devolver la pintura si se donaban 140,000 libras a la caridad. Este Robin Hood continuó enviando cartas hasta que un día decidió que era suficiente. Primer paso: el editor del Daily Mirror recibió una carta con instrucciones de revisar un depósito en la estación de Birmingham New Street. El Wellington fue redescubierto ahí, enrollado y sin marco; dato crucial. Para alivio nacional fue devuelto a la National Gallery —que ya había reforzado la seguridad, faltaba más—, pero el misterio quedaba resuelto a medias. Segundo paso: en 1965 un conductor de autobús jubilado de 61 años proveniente del norte de Inglaterra se presentó en el Tribunal Penal Central de Londres y se declaró culpable del robo. Casi con ternura le pidieron que no molestara, pero continuó insistiendo y asegurando que su intención no había sido conservarlo, sino que se estableciera con el dinero de la recompensa una organización benéfica para pagar las licencias de televisión de personas mayores, veteranos y pobres que le parecían estaban desatendidos por la próspera sociedad británica. Este hombre se llamaba Kempton Bunton y terminó siendo enjuiciado por el robo.



En Gran Bretaña era ilegal tener una televisión sin pagar una licencia anual para solventar los gastos de la BBC. A Kempton esto le parecía una injusticia ya que muchas veces la gente pobre no podía pagar las anualidades y perdían la poca distracción a la que podían acceder. Indignado por la fortuna que el gobierno había pagado por el retrato de Wellington se dio cuenta que no sólo era muy sencillo robarlo, sino que también le serviría para sus propósitos altruistas. Simplemente había tomado una escalera que unos renovadores habían dejado en una calle aledaña al museo, entrado por una ventana en los baños que había dejado abierta, tomado la pintura durante la hora de limpieza para que las alarmas no sonaran, y vuelto por el mismo camino con la pintura bajo el brazo. Todo ese tiempo el Goya no había estado en la guarida subacuática del Dr. No, sino escondido en un armario de la casa de Kempton.



Con semejante argumento, la voz popular se puso del lado de Kempton y, debido a que había devuelto la pintura, no fue declarado culpable de robarla; aunque sí se le condenó a tres meses en prisión por el robo del marco, que para entonces ya nadie sabía dónde estaba. Hasta aquí la historia es conmovedora y es fácil encariñarse con el ladrón, pero con el tiempo resultó que esto apenas era el principio.



El culpable real del robo no fue Kempton, sino su hijo de 20 años, John. El joven había robado el cuadro —con la facilidad ya narrada, para ridículo del museo— pensando que así podría ayudar a su familia con unos miles de papeles impresos con la cara de la Reina que seguramente le pagarían como rescate. Al enterarse del plan, Kempton, preocupado por su hijo, envió las notas a los periódicos con la esperanza de poner a John en una mejor posición si lo arrestaban. Al ver que su hijo estaba metido en un embrollo tremendo decidió asumir él mismo la culpa y entregarse para que no encarcelaran a John y a la vez tratar de conseguir el apoyo para la licencia televisiva de los pobres. Un acto de osadía que lo pone más en el bando de James Bond que en el de Dr. No.



Al final, Kempton era un personaje imperfecto —como todos aquellos de los que vale la pena escribir una historia—. Para algunos podrá parecer que no era el mejor padre, ni tal vez el hombre más avispado, pero lo que sí poseía eran ganas de ayudar a otros y de enmendar los errores, aunque no de la manera más atinada. Al final esta no es una historia de un glamuroso líder criminal con el robo perfecto calculado hasta el último detalle. Es sólo la manera en que un rebelde excéntrico de espíritu emprendedor —y mucha suerte— logró cosechar de algo malo un resultado bueno… a medias.



Como verás hay muchas razones por las cuales se roban piezas de arte. Este es uno de los casos que, aunque inexcusables, por lo menos tienen algo de candor y son un poco más fáciles de perdonar. ¿Conoces otro caso de ingenuidad que haya desatado una búsqueda internacional? ¿Crees que sea válido invertir grandes cantidades de dinero en la preservación de piezas de arte cuando determinados sectores de la sociedad viven condiciones sórdidas? ¿Cómo deberían administrarse los recursos para no caer en el fanatismo hacia cualquiera de ambos lados de la pregunta anterior?



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Escena de «El satánico Dr. No»



 


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