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La hija de la bella y la bestia

Autor: Guillermo Beguerisse Hormaechea


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Para esta semana plagada de monstruos y espectros aterradores, conviene recordar lo que Guillermo del Toro ha promulgado por tantos años: «[…] los monstruos, creo, son los santos patronos de nuestra dichosa imperfección. Y permiten y encarnan la posibilidad de fallar y vivir». He aquí una historia sobre ello:


Retrato de Antonietta Gonsalvus


Lavinia Fontana fue una pintora boloñesa de finales del Renacimiento. Entre sus temas favoritos no sólo estaba la pintura religiosa y la mitológica, sino también el retrato. ¡Y vaya que hizo retratos inesperados! Uno de ellos es este de la pequeña Antonietta Gonsalvus.



A los diez años unos corsarios abdujeron de Tenerife a un niño llamado Pedro González con todo el cuerpo cubierto de vello y lo llevaron como regalo a un palacio pimentado con enanos, perfumado con aborígenes, y salteado con locos: la corte de rey francés Enrique II y su esposa Catalina de Médicis. Los reyes, deseosos de integrarlo y entretenidos por ver que el niño bestia creció con la inteligencia y los sentimientos de un humano decidieron latinizar su nombre para darle caché, e incluso les pareció simpático casarlo con la mujer más bella de la corte, de la cual sólo sabemos su nombre, Catalina. Recordemos que hablamos del siglo XVI, donde por muy renacentista aún rezagaba duro el pensamiento medieval. De esta pareja que inspiró vagamente el relato «La bella y la bestia», nació la pequeña Antonietta entre otros seis hijos. Ella, al igual que su padre y tres hermanos, sufría de hipertricosis. Este temido síndrome del hombre lobo produce una cantidad anormal de vello en el cuerpo y era toda una atracción para la gente de la época.



En aquel periodo de descubrimientos, cualquier sensación de exotismo era peleada por la realeza europea ávida de coleccionar y presumir. Antonietta creció como parte de la corte francesa y participó en todas sus actividades sociales con jubilosa regularidad. Aun así, pese a su celebridad, ella y su familia no eran libres sino propiedad de la realeza. Entre los años 1580 y 1590 se trasladaron a Italia bajo el financiamiento del duque de Parma Ranuccio Farnesio. De hecho, en el retrato de la pequeña Antonietta ella sostiene una carta que atestigua: «De las islas Canarias fue llevado al señor Enrique II de Francia, don Pietro, el salvaje. De allí pasó a asentarse en la corte del duque de Parma, a quien yo, Antonietta, pertenecía. Y ahora estoy con la señora doña Isabella Pallavicina, marquesa de Soragna».



A partir de ahí se pierde la pista de la niña. No se sabe realmente cuando murió, sólo que lo hizo en Capodimonte, el mismo lugar en donde murió su padre. Este retrato es lo único que nos queda de ella. En él Lavinia Fontana no sólo plasmó con precisión la enfermedad, sino también la humanidad detrás del vello. Es innegable que el retrato despierta ternura y lo hace porque, a pesar de la enfermedad, Fontana retrató a Antonietta como una niña simpática y cariñosa, como seguro lo era; porque todas lo son.



A partir de aquí surgen dos ideas que valen la pena explorar. La primera es como Antonietta incluso sabiéndose propiedad de alguien no lo veía como algo malo ni afectaba su actitud ante la vida. Un punto de vista interesante para no ser tan duros al revisar el pasado, después de todo, aunque las razones tal vez no eran las correctas, su paso por las cortes parece que fue agradable. La segunda, y tal vez la más obvia, aunque no por ello desmerezca ser mencionada, es la importancia de ver más allá de la apariencia física. Esto tanto al coincidir con otra persona, como al mirar nuestros propios defectos. La delicadeza, la ternura y la aceptación caminan hacia ambos lados. Si el mundo ya es lo suficiente salvaje, hagamos todo lo que esté en nuestro poder para encontrarle lo maravilloso.



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Fuentes:



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