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El valor de lo invisible

Autor: Guillermo Beguerisse Hormaechea


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Andréi Tarkovski, uno de los más importantes e influyentes autores del cine, habla del arte en estos términos: «La función que se le asigna al arte no es, como se suele suponer, transmitir ideas, propagar pensamientos, servir de ejemplo. El objetivo del arte es preparar al hombre para la muerte, arar y desgarrar su alma, haciéndola capaz de orientarse hacia el bien». Su segunda película como director profesional fue «Andréi Rubliov» (1966), una de las mejores películas de todos los tiempos, donde encarna este pensamiento trascendental del arte desde el punto de vista del pintor que da nombre a la película, un hombre que llevó el arte del ícono ortodoxo a un nivel trascendental.


Escena de «Andréi Rubliov» - Andréi Tarkovski

 

Andréi Rubliov —en ocasiones leído como Rublev— es considerado por muchos como el más grande iconógrafo del medievo. Aunque hay poca información sobre su vida, sabemos que fue un monje ortodoxo que vivió en el monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio. Lo primero que se conoce de él es que, en 1405, decoró iconos y frescos para la catedral de la Anunciación del Kremlin de Moscú, en compañía de su maestro, Teófanes el Griego. A través de las enseñanzas de su maestro bizantino, y mezclándolas con su entorno ruso, logró desarrollar en sus íconos una atmósfera de calma que hasta hoy se considera el ideal iconográfico.


«Trinidad» - Andréi Rubliov

 

Su obra, «La Trinidad» o «La Trinidad del Antiguo Testamento», pintada en 1410, no sólo es su obra maestra, también goza de profunda devoción popular. El mérito de esta pieza es amplio, e inicia con el problema teológico y pictórico que resolvió. Pintar a la Santísima Trinidad representaba un problema serio dentro de la fe ortodoxa ya que presentar a Dios Padre con forma humana estaba prohibido. Hacerlo era una corrupción importada del arte occidental, pues de acuerdo con la Biblia —y su interpretación más escrupulosa—, Dios Padre sólo utilizó representaciones terrenales, como el fuego en la zarza que vio Moisés. Para rodear la prohibición, Rubliov se inspiró en una obra conocida y proveniente de la isla jónica de Zacinto: «La hospitalidad de Abraham».


«La hospitalidad de Abraham» - Isla de Zacinto, S. XV

 

Según narra el Génesis, Yahveh hizo un pacto con Abraham, prometiéndole que si se mantenía fiel lo recompensaría con una enorme descendencia. Como es conocido, Abraham envejeció junto con su esposa, Sara, sin poder concebir un hijo a pesar de cumplir su parte del trato. Al alcanzar al capítulo decimoctavo del Génesis, tres viajeros llegaron a la tienda de Abraham para pedir asilo. Él los recibió agradado, mató a un becerro gordo para alimentarlos y, junto con Sara, les sirvió un festín. Antes de partir, los extranjeros les dijeron a los esposos que cuando volvieran al siguiente año los recibirían con un hijo. Y así sucedió. En este ícono vemos a los tres visitantes con alas, no por ser ángeles, sino ἄγγελος —que, aunque se lee como ággelos, significa mensajeros en griego—, sentados entorno a la mesa que Abraham y Sara les prepararon (note la cabeza del animal sacrificado en el centro, querido lector, será importante).

 



Rubliov unió la composición de esta pintura con el principio exegético de San Agustín: «Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet: El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo» (Quaestiones in Heptateuchum 2,73). Esto le hizo pensar que los tres viajeros son una prefiguración de la Trinidad. Así, Rubliov, reinterpretó el ícono y le dio un significado nuevo. Simplificó la composición quitando a Abraham y a Sara, los elementos de la mesa —salvo el recipiente con el sacrificio— y dejó sólo a las tres figuras centrales en la misma posición relativa, modificando la manera en la que se miran, se curvan y posicionan las manos. Las tres caras son idénticas para sugerir que, si bien son personas distintas, son de la misma naturaleza. La identificación implícita de las tres personas con un único Dios se soporta también con la construcción geométrica de la imagen. La figura central es lo primero que notan nuestros ojos, su mirada nos conduce a la persona de la izquierda y la de ésta a la de la derecha. Por último, la tercera mirada nos conduce al centro, en donde en lugar de un becerro sacrificado vemos un recipiente con la cabeza del Cordero de Dios. Las tres figuras también sugieren un círculo, la figura perfecta sin inicio ni fin, cuyo centro coincide con el copón. Además, Rubliov resalta la identidad de cada persona con los cánones del color. Al centro alguien vestido de rojo —humanidad— y cubierto con azul —divinidad— representa a Cristo. A la izquierda está alguien vestido de azul para simbolizar su naturaleza divina y cubierto con una capa dorada que, además, marca sus brillos con azul para dar una apariencia de iridiscencia y que cambia con la luz que le da, es decir, una figura que se adapta a quien la ve tal y como lo hizo Yahveh en el Antiguo Testamento. Por último, a la derecha está la figura vestida con el mismo azul celestial cubierta con una capa verde, el color de la vida y que lo relaciona con la concepción ortodoxa del espíritu que da vida, el Espíritu Santo. El fondo dorado —como en otros íconos— es la luz que emana del cielo y que baña la escena que contemplamos.




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Rubliov profundiza aún más en el significado de la imaginería eucarística. La mano derecha de Cristo está sobre la mesa en una posición conocida que significa bendición: los dedos índice y medio levantados. De esta manera recuerda la bendición de la última cena, reitera el significado del copón sobre la mesa, y señala a la consagración de la misa. Pero, querido lector, si en la eucaristía ortodoxa se comulga tanto con el «cuerpo y la sangre de cristo», y en la mesa del ícono ya vemos el copón con el cuerpo, ¿dónde está el cáliz de la sangre? He aquí un truco adicional de la mente genial de Rubliov. Si con la mirada se sigue el contorno del Padre y del Espíritu Santo se trazan las líneas de la silueta de un cáliz que contiene a la figura de Cristo. ¡Tremenda maestría!




Aunque aún hay más mensajes ocultos, para no extender más este artículo el último punto que vale la pena tocar es el de la perspectiva. En lugar de líneas que convergen en un punto de fuga a la distancia al fondo de la pintura, tal y como sucede en el arte occidental, vemos que las líneas de las sillas y los reposapiés se orientan hacia un punto fuera del cuadro. Ese punto piramidal, en lugar de estar en el horizonte apunta hacia quien mira el cuadro. Esta magistral recolocación de la perspectiva nos pone como observadores dentro de la escena y nos hace partícipes de lo que en ella sucede. Esta perspectiva invertida es algo recurrente en los íconos ortodoxos, objetos que salen de la definición de obras de arte para entrar en la categoría de adoración. Su intención no es meramente decorativa, están hechos para que los fieles los utilicen como herramientas para engrandecer la fe y como ventanas a la divinidad, su mensaje y su aplicación diaria. Si algo es importante rescatar de los íconos es que no están pintados para verse únicamente con los ojos, sino también con el corazón. Volviendo al inicio de este artículo, los íconos de Rubliov conllevan un mensaje de preparación que despierta admiración seamos religiosos o no. Hablan sobre la dedicación, la habilidad que se alcanza con la práctica y el estudio a conciencia de las técnicas necesarias para dar un mensaje con habilidad y gracia. Reconocer esto es la manera en la que descubrimos lo que el ser humano es capaz de hacer con empeño y la única reacción viable es admirarse ante el potencial del género humano. Como resultado se aprecia la mejor versión de la humanidad y la mejor manera de honrarla es haciendo el bien para perpetuarla. Así es como dos Andréi, ya sea con íconos o «íconos en movimiento», nos despiertan con años de distancia un sentimiento común en nuestra especie.

 

Andréi Tarkovski con Anatoly Solonitsyn caracterizado como Andréi Rubliov

 

Si usted, apreciado lector, cree que el mundo debe experimentarse con la misma curiosidad como la necesaria para entender lo que oculta una obra de arte, lo invito a que abrace esa actitud en cada cosa que haga. Leer grandes libros, escuchar buena música, apreciar arte de calidad, son caminos para llenar de color la vida; y si eso se remata con viajar la experiencia es aún más luminosa. Si tiene un viaje en puerta, es la oportunidad ideal para comenzar a ver realmente los colores que se ocultan frente a los ojos incultos. Nos gustaría ayudarlo a colorear al máximo su experiencia. No vaya sin saber previamente la cultura del lugar que visitará, conocerla hará toda la diferencia. Dé clic aquí y descubra cómo podemos ayudarlo.

 

Que la falta de curiosidad no decolore su mundo, querido lector.

 


 


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Fuentes:

Bibliografía

Hoberman, J. 1999. Andrei Rublev: An Icon Emerges. 11 de enero. Último acceso: 01 de agosto de 2024. https://www.criterion.com/current/posts/43-andrei-rublev-an-icon-emerges.

Sardella , Dennis J. 2022. Visible Image of the Invisible God: A Guide to Russian and Byzantine Icons. Paraclette Press.

Vaticano. 2024. Catecismo de la Iglesia Católica. Último acceso: 01 de agosto de 2024. https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s1c2a3_sp.html.

 

 

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