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Entre el cielo y la tierra

Autor: Fermín Beguerisse Hormaechea

Vista de Jerusalén y el Domo de la Roca


Si bien hoy no sabemos casi nada acerca del pueblo que se asentó por primera vez en las colinas y los valles que se convertirían con el tiempo en la ciudad de Jerusalén, sí que conocemos el eco histórico cuyo solo nombre nos apela: tierra prometida donde emanó la leche y la miel para el pueblo judío, escenario de milagros y redención cristiana, o incluso suelo que vio ascender al profeta islámico a los siete niveles del cielo mismo.



Cualquier creyente religioso que pueda remitir los orígenes de su fe al patriarca Abraham, encontrará a Jerusalén rodeada de un aura de santidad particular. En el caso de Occidente, la carga simbólica sobre esta cuasi-épica y cuasi-mítica urbe remite sus orígenes a la antigüedad tardía hasta ser profundamente desarrollada en la Europa medieval, llegando a nutrir durante siglos la cosmovisión de fieles cristianos dispuestos a morir por su significado en largas y cruentas guerras religiosas, también conocidas como “Cruzadas”.



Para comprender el sentido místico que tenía la ciudad en el pensamiento cristiano del Medievo, podríamos ir construyendo desde la visión de una nueva y gloriosa Jerusalén que hace de ella el apóstol san Juan en el afamado libro del Apocalipsis, para a esta visión sumarle aquella de Orígenes, un afamado teólogo del cristianismo primitivo que hablaba de una Jerusalén como civitas Dei y Ecclesia (Ciudad de Dios e Iglesia), cuyo arquitecto último era Cristo y que existía en el corazón de cada creyente, siendo también muy común esta interpretación en el primer cristianismo por la influencia de san Agustín y su obra De civitate Dei o Ciudad de Dios; obra que distingue la construcción de dos ciudades: una plena de virtud (Jerusalén Celestial) y otra de pecado (Babilonia).



Durante siglos la figura de una Jerusalén celestial nutrió la vida espiritual de miles de fieles cristianos, tal y como lo llegó a demostrar en sus exhortaciones del siglo V el monje Arnobius o la mística benedictina del Sacro Imperio Romano Germánico del siglo XII, Hildegarda de Bingen. Por un lado, Arnobius invitaba a su audiencia a contemplar la llegada del Señor y les instaba a que pintaran ante sus ojos la Jerusalén celeste:


Pinge, pinge ante oculos tuos, qui haec cantas, aliquas fabricas. /..../pinge templa, pinge thermas”

(Arnobius, s V d.C)


Mientras que, por el otro, Hildegarda de Bingen, a través de sus visiones místicas y las obras pictóricas con que éstas fueron representadas, reforzó el uso de una arquitectura metafórica que nutriera la interpretación divina de una Jerusalén celestial:



“Sobre el monte se alzaba un edificio cuadrangular (aedificium quadrangulum), a semejanza de una ciudadela (ad similitudinem urbis quadrangulae) de cuatro esquinas, situada en posición diagonal, de modo que sus ángulos miraban uno al Oriente, otro al Occidente, otro al Aquilón y otro al Mediodía. Alrededor del edificio había una muralla formada por dos elementos: un resplandor brillante como la luz del día y una trabazón de piedras…”


(H. de Bingen, Scivias: Conoce los caminos)


Visión de Jerusalén Celestial, Hildegarda de Bingen


En el caso de esta visión de Hildegarda, encontrada en la tercera parte de su más famosa obra Scivias, el muro de luz representaría el elemento celeste de la ciudad cuyo vértice superior, en el ángulo oriental, se encuentra presidido por un Cristo majestad. Ahora bien, comparando la imagen de esta ciudad con uno de los primeros mapas existentes de la Jerusalén terrenal, y muy probablemente elaborado por un cruzado europeo que visitó Medio Oriente en la primera mitad del siglo XII, se puede constatar tanto una orientación como una distribución cuadrangular muy similar, lo que apunta a una notoria tendencia en la manera en que el imaginario colectivo europeo del momento interpretaba a ambas Jersualenes, la terrenal y la mística-celestial.


Mapa de Jerusalén (ciudad terrena), s.XII


Desde su obra “La ciudad de Dios”, san Agustín expuso que su mensaje era más espiritual que político, incluso para él y otros religiosos que abordaron el tema, el cristianismo debía referirse a la ciudad mística y divina de Jerusalén, la nueva Jerusalén, y no tanto así a la ciudad terrenal. No obstante, la fuerza que adquirió la correspondencia entre ambas ciudades dentro del imaginario colectivo medieval europeo, parece haber sido un factor muy poderoso que sumó a la gran movilidad social por recuperar la Jerusalén terrena de manos musulmanas en el periodo de la guerra de “Cruzadas”; lo que, a su vez, facilitó dar cabida a varios intereses políticos y personales a través de la tergiversación de un concepto religioso y espiritual.



¿Cómo podemos evitar que los intereses personales mancillen y tergiversen mensajes de paz? ¿Cómo conservar la pureza y la luz de un mensaje en momentos de adversidad?


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